(Gabriela Mistral)
La
bruma espesa, eterna, para que olvide dónde
me
ha arrojado la mar en su ola de salmuera.
La
tierra a la que vine no tiene primavera:
tiene
su noche larga que cual madre me esconde.
El
viento hace a mi casa su ronda de sollozos
y
de alarido, y quiebra, como un cristal, mi grito.
Y
en la llanura blanca, de horizonte infinito,
miro
morir intensos ocasos dolorosos.
¿A
quién podrá llamar la que hasta aquí ha venido
si
más lejos que ella sólo fueron los muertos?
¡Tan
sólo ellos contemplan un mar callado y yerto
crecer
entre sus brazos y los brazos queridos!
Los
barcos cuyas velas blanquean en el puerto
vienen
de tierras donde no están los que son míos;
y
traen frutos pálidos, sin la luz de mis huertos,
sus
hombres de ojos claros no conocen mis ríos.
Y
la interrogación que sube a mi garganta
al
mirarlos pasar, me desciende, vencida:
hablan
extrañas lenguas y no la conmovida
lengua
que en tierras de oro mi vieja madre canta.
Miro
bajar la nieve como el polvo en la huesa;
miro
crecer la niebla como el agonizante,
y
por no enloquecer no encuentro los instantes,
porque
la "noche larga" ahora tan solo empieza.
Miro
el llano extasiado y recojo su duelo,
que
vine para ver los paisajes mortales.
La
nieve es el semblante que asoma a mis cristales;
¡siempre
será su altura bajando de los cielos!
Siempre
ella, silenciosa, como la gran mirada
de
Dios sobre mí; siempre su azahar sobre mi casa;
siempre,
como el destino que ni mengua ni pasa,
descenderá
a cubrirme, terrible y extasiada.